Andrés Montero: el narrador que recorre pueblos para mantener vivas sus historias
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Quien siga cuentas de booktokers o bookstagrammers seguramente se habrá cruzado en este último tiempo con la recomendación de El año en que hablamos con el mar, una novela que viaja de lector en lector y se multiplica en clubes de lectura de distintos países. Detrás de ese libro está Andrés Montero (Santiago de Chile, 1990), un escritor de 35 años que cultiva una forma de trabajo casi contraria a su época.
Mientras el mundo parece acelerarse entre pantallas y algoritmos, Montero frena el ritmo y encuentra el tiempo para recorrer ciudades y pueblos rurales a los pies de la Cordillera para escuchar y rescatar historias orales. Junto a la narradora Nicole Castillo dirige Casa Contada y La Matrioska, dos compañías dedicadas a ese rescate: buscan mitos, leyendas y voces antiguas para devolverlas —intactas y a la vez renovadas— en libros, colegios, talleres, festivales y hasta en programas de televisión.
Su obra, que dialoga con la poesía chilena y con autores como Gabriel García Márquez y Juan Rulfo, late en clave comunitaria: relatos concebidos para ser leídos, pero también para ser dichos y escuchados, como si la fogata todavía ardiera. “Seguimos siendo esos cavernícolas que cuentan cuentos alrededor del fuego”, dice. Esa certeza atraviesa libros como La muerte viene estilando, Taguada, El año en que hablamos con el mar y Tony Ninguno (con el que ganó el X Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska), que este año ya tuvieron al menos dos reimpresiones en Chile y en la Argentina. Sus cuatro títulos se ubican entre los cinco más vendidos de su editorial, que además negocia la venta de derechos de sus obras: sus libros ya circulan en italiano, danés, griego, inglés y árabe. En la última Feria de Editores de Buenos Aires fue, de hecho, el autor más vendido del sello.
El año en que hablamos con el mar, su libro más reciente, cuenta la historia de Julián y Jerónimo, dos hermanos mellizos que tomaron rumbos opuestos: uno se quedó en la isla remota donde crecieron; el otro partió a recorrer el mundo para contarlo en sus crónicas periodísticas. Casi cinco décadas después, Jerónimo decide volver, y ese regreso en plena pandemia enciende el relato. La narración, en primera persona del plural, surge de la voz colectiva de los isleños, que reconstruyen la historia de los hermanos Garcés y su reencuentro. La novela reúne elementos tan diversos como un pacto con el diablo, la leyenda de una campana de oro sumergida en el mar, un lugar para invocar a las almas y una ambientación que combina intriga y realismo mágico. Es, al mismo tiempo, la historia íntima de dos hermanos y el retrato de un pueblo entero, de una memoria colectiva: un relato sobre amistades, ancestros, amores y las leyendas que sostienen la identidad de una comunidad.
Con esa mezcla de explorador de leyendas y artesano de la palabra, Montero conversa en esta entrevista sobre su pasión por contar, la vitalidad de la narrativa chilena y el modo en que la oralidad y la literatura se trenzan en su trabajo.
-Además de escritor, sos narrador oral. ¿Cómo es esa experiencia y cómo fueron tus inicios?
-De niño quería ser escritor; no sabía que existía contar cuentos como oficio. Mi papá tomó un taller, después mi hermano, y finalmente yo. Había publicado mi primer libro de cuentos a los 21 y obviamente, casi nadie lo había leído. Quería saber qué les pasaba en serio a los pocos lectores, no solo un “sí, me gustó”. Entonces me puse a contar mis cuentos en restaurantes para adultos y veía en vivo la reacción: si se aburrían, si reían, si se dormían. Me maravilló. Luego conocí a Nicole Castillo, que también quería aprender el arte de contar. En ese momento había un pequeño boom en Chile, armamos La Matrioska y desde 2012 nos dedicamos profesionalmente a narrar: para adultos, para niños, en jardines y colegios. Con el tiempo no solo contamos: también buscamos cuentos de la tradición oral. Leímos mucho y salimos al campo a recoger historias que la gente aún recuerda. En 2022 hicimos un programa de TV contando cuentos populares; en 2023, otro donde íbamos a buscarlos por Chile. No es solo contarlos: es rastrearlos, darles vida, y difundir la lectura.
-¿De dónde nace esa pasión por contar? No solo leer, sino querer narrar lo leído y escuchado.
-Es familiar. No conocí a mi abuelo, pero todos dicen que era muy de contar: anécdotas, historias, chistes; tanto, que mi abuela casi no hablaba. Mi papá heredó eso: siempre tiene una anécdota. De chico, mi papá nos contaba historias a mi hermano y a mí, de noche y con la luz apagada: no Caperucita Roja, sino relatos de campo, encuentros con el Diablo, ese registro oral. Había que imaginarlo todo y me encantaba. Creo que de ahí viene el impulso de escuchar algo y salir a contárselo a otro. Hay algo del entusiasmo también, que a los lectores les pasa: leen un libro y quieren compartirlo, por eso también creo que hay un auge de clubes de lectura en Argentina. No siempre se cuenta el argumento: se cuenta qué te pasó con el libro. Narrar es muy humano y yo tuve la suerte de toparme con eso a los 19 o 20.
-En una entrevista planteaste que escribir no debería ser un acto solitario, sino una experiencia colectiva. En El año en que hablamos con el mar esa idea se siente muy fuerte: la historia está contada en una primera persona plural y surge de muchas voces a la vez. ¿Cómo pensás esa dimensión comunitaria de la narración?
-Mis historias favoritas están sostenidas por muchas voces, en el sentido de que se han contado muchas veces por muchas personas. Cuando voy a Argentina quiero que me cuenten del Gauchito Gil o la Difunta Correa, porque hay mil versiones, en Salta puede haber una versión, en Buenos Aires, otra. Me pregunto: ¿por qué las seguimos contando?. Y además me fascina la forma colectiva de contar: lo que yo llamo “síndrome del novio nuevo”. Llegas a la casa de tu novia y toda la familia narra a coro la historia que todos conocen menos tú; se interrumpen, se corrigen, rematan la frase del otro. Esa forma casi no se explora en la literatura. Me tildan de nostálgico por mirar el pasado, pero hoy estamos más aislados y recordar que éramos felices contando y escuchando juntos importa. Seguimos siendo cavernícolas alrededor del fuego, temiéndole al tigre. Biológicamente somos los mismos; culturalmente cambiamos, pero la necesidad de contar y escuchar historias sigue. Por eso me interesa más lo que pasa después de escribir: clubes, comunidad reunida en torno al texto. La forma me importa, sí, pero me interesa más lo comunitario. Por ejemplo, la primera persona del plural en El año en que hablamos con el mar es un gesto formal poco frecuente y, al mismo tiempo, accesible: a las tres páginas el lector ya entra en ese “nosotros”. Le funciona tanto al lector avezado como al que lee dos libros al año.
-¿Cómo es ser narrador oral en plena digitalidad, con tanta distracción al alcance de la mano?
-La narración tiene cuatro elementos: la historia, el narrador, el público y el contexto. La historia a contar y cómo la narro es mi responsabilidad. Lo difícil suele ser el público y el contexto. Cuando vamos a colegios pido alguna condiciones que para mí son las ideales: no más de 100 o 150 estudiantes, sin celulares, y un lugar que se escuche bien (auditorio o sala, no patio ni gimnasio). Con eso, no es difícil; de hecho hoy me parece más fácil que antes: la necesidad de escuchar historias no se fue. Los chicos de 16 se enganchan mucho si el contexto está cuidado. Obvio, si el narrador es aburrido, no funciona: no es magia. Pero mira: en 2015 alquilábamos una sala y contábamos cada dos semanas para adultos. La primera vez éramos seis (papá, mamá, el tío, un amigo). En un par de años no cabía nadie más: solo entraban 120. Mientras hay más pantallas, la gente busca el rato de escuchar en comunidad. Como en casa ya no se cuenta —abuelos y papás cuentan menos—, se va a buscar: narración oral, teatro, clubes de lectura. El desafío no es contar; es convencer a los profesores de que puedo tener a los chicos hora y media atentos.
-Diiste que la identidad chilena es difícil de narrar, pero tus libros son muy chilenos. ¿Sos consciente de llevar ese ADN a otros países?
-Me llama la atención eso. Taguada es muy chileno, con lenguaje chileno. La publicó La Pollera tras una edición previa en Penguin Random House, y lo publicamos en Argentina. Y yo pensé: “En Argentina les gustó La muerte viene estilando y El año en que hablamos con el mar, pero esta no va a enganchar tanto”. Y me sorprendió que sí. En Italia, España o Grecia me pasa como cuando leí Un lugar llamado Antaño de Olga Tokarczuk: ella es polaca, no tiene nada que ver con la identidad latina, y aun así me reconocí. Quizás al lector italiano le ocurre lo mismo: quizá el ser mitológico tiene otro nombre, pero cumple el mismo rol. Al final, estos libros son locales y espejo a la vez. Tolstói dijo: “Describe tu aldea y serás universal”. Si tu país está bien descrito, se vuelve universal. Ojalá que esté pasando eso. En Argentina lo noto más: estamos cerca y compartimos mucho. De hecho me da la impresión incluso de que en Argentina mis libros gustan más que acá, me llegan muchos mensajes, claro que allá son muchos más y son más lectores que acá.
-¿Te parece que en Argentina se lee más?
-Sí. No sé qué dicen las estadísticas, pero mi impresión es que sí. En clubes de lectura, las referencias de los lectores argentinos suelen ser más abundantes.
-Tus libros remiten un poco a García Márquez y a Rulfo; incluso también a Allende, ¿quiénes son tus mayores influencias literarias?
-Varias, y por momentos. Muchas son argentinas. Quino es clave: no solo el humor, sino su mirada única. Me sé chistes de Mafalda de memoria. Las narraciones orales de mi papá y mis tíos son fundamentales. A los 13 o 14 años descubrí a Cortázar: Todos los fuegos el fuego me mostró que el cuento no tiene que ser un abecé. La dimensión lúdica de Cortázar me marcó; vuelvo a él y recuerdo por qué escribo. García Márquez también es una gran influencia: su abuela le contaba historias; me identifico con esa raíz oral. Rulfo viajaba por México y ahí escuchaba historias de la gente; también me resuena. Violeta Parra, su poesía y el gesto de rescatar lo que se pierde. Hoy leo sobre todo a autores de Latinoamérica y, honestamente, no digo nada nuevo, pero las que la llevan son las mujeres: en Argentina, Samantha Schweblin, Mariana Travacio, Selva Almada; en México, Fernanda Melchor. Tienen técnica, potencia, originalidad. De fuera, Ítalo Calvino es de mis favoritos. Y Roberto Bolaño, que es chileno y universal. Según el libro me acerco más a uno u otro: en El año en que hablamos con el mar hay más García Márquez; en La muerte viene estilando, hay algo más de Rulfo. Ahora me tienta hacer algo más “bolañesco”.
-¿Cómo ves el momento de la narrativa en Chile?
-Bueno, es un gran momento. Hay autores que afuera casi no se leen —Cristian Geisse, por ejemplo, para mí de los mejores—; Alejandro Zambra me gustá muchísimo, pero él ya está consagrado. Veo dos corrientes grandes. Una, la poética: heredera de Raúl Zurita, Gabriela Mistral, Jorge Teillier. La otra línea, emparentada con Bolaño: libros más internacionales, con una poesía menos contemplativa y más rebelde, más punk. Poeta chileno, por ejemplo, junta ambas y es un librazo. Es un buen momento para la literatura chilena: hay herencia y vitalidad.
-¿Y tu momento personal? En Argentina El año en que hablamos con el mar fue reeditado, muchas cuentas en redes sociales lo recomiendan...
-Es muy bonito. Siento que lectores de Chile, Argentina e Italia captan el corazón de mis libros. Dicen que uno escribe siempre el mismo libro; quizá lo común en lo mío es “lo comunitario, lo oral” y la literatura como respuesta a un mundo violento, siento que eso enganchó a quienes me leen. Soy autocrítico; no me creo en las grandes ligas de la literatura, pero percibo lectores que conectan con mis palabras o mi mirada. Eso me hizo sentir una responsabilidad mayor como narrador. Antes publicaba porque me gusta escribir; ahora siento que lo que digo puede darle palabras a alguien. Hace poco una chica me escribió por Instagram para contarme que leyó La muerte viene estilando y que poco después murió su mamá y que no encontraba palabras para decir en el funeral, entonces leyó un pasaje del final del libro. Me agradeció por darle palabras. Y me recordó que una profesora me dijo: “Allá afuera puede haber alguien cuya herida tiene la misma forma que tus palabras”. Y ahí sentí que cosas así valen todo el oficio. Todas las comunidades necesitan narradores —como necesitan ingenieros o profesores—: alguien que ponga palabras a lo que nos pasa. Es una manera de mantener la memoria de un pueblo viva.