Claudia Cardinale: una diva que vivió todas las vidas posibles y alumbró el cine italiano con su belleza arrebatadora
A los 87 años murió Claudia Cardinale, una de las grandes estrellas del cine italiano, protagonista de clásicos como El gatopardo (1963), Fellini Ocho y Medio (1963), Érase una vez en el Oeste ...
A los 87 años murió Claudia Cardinale, una de las grandes estrellas del cine italiano, protagonista de clásicos como El gatopardo (1963), Fellini Ocho y Medio (1963), Érase una vez en el Oeste (1968) y Fitzcarraldo (1982), una de las últimas sobrevivientes de aquella generación dorada de intérpretes surgida en los años 60.
Residente desde hacía varias décadas en París, cerca de Fontainebleau, su fallecimiento fue comunicado a la prensa internacional por su hija Claudia Squitieri, con quien vivía desde siempre, y quien era su mano derecha en la administración de una fundación dedicada a las dos causas que siempre le quitaron el sueño: los derechos de las mujeres y la defensa del medio ambiente.
Cardinale estuvo activa en el cine a lo largo de seis décadas, trabajó en Hollywood y en la mayoría de los cines europeos, y hacía algunos años había regresado a su Túnez natal para protagonizar varias películas y reencontrarse con sus raíces, además de cumplir con su labor como embajadora de la UNESCO y agradecer los homenajes que se le realizaban alrededor del mundo. El más reciente fue en 2023 en el MoMA de Nueva York, donde se exhibieron 23 de sus películas, todas en versiones restauradas, y su hija asistió en su nombre para agradecer a la muestra más grande realizada por el museo en homenaje a una actriz.
Cardinale fue una de las grandes divas que alumbró el cine italiano, junto a otras grandes actrices como Gina Lollobrigida o Sophia Loren, y resultó la mejor representante del resurgimiento del cine italiano tras la Segunda Guerra Mundial en los coletazos del celebrado neorrealismo.
Pese a convertirse en un orgullo nacional para Italia, había nacido en Túnez en 1938 y apenas hablaba el idioma ya que su país natal había sido un protectorado francés. A los 16 años ganó un concurso y el premio fue un viaje al Festival de Venecia: el resto es historia. Allí conoció al productor italiano Franco Cristaldi, entre muchos otros que la cortejaron, y fue primero su puerta de entrada al cine y luego su marido bajo un estricto contrato que la actriz lamentó toda su vida. Lo que seguiría fue un despegue triunfal, primero con pequeños papeles en películas como Los desconocidos de siempre (1958) de Mario Monicelli y Rocco y sus hermanos (1960) de Luchino Visconti, luego como estrella de éxitos en Europa, como Cartouche, el aventurero (1961), de Philipe De Broca, e internacionales como La pantera rosa (1963), de Blake Edwards, y ya consagrada en clásicos del cine político como El día de la lechuza (1968), de Damiano Damiani y Los guapos (1973), dirigida por Pasquale Squitieri, quien fue su pareja durante décadas.
Exótico atractivoLa arrebatadora belleza de Claudia Cardinale erosionó la hegemonía de otros rostros de la época, como el de Brigitte Bardot en Francia o el de Elizabeth Taylor en Estados Unidos, conjugando un atractivo exótico y una frescura asombrosa en cada una de sus apariciones. Arraigada en sus raíces sicilianas pero dueña de una aguda sofisticación, Cardinale supo elegir sus papeles con cuidado e inteligencia, aún bajo el contrato leonino de Cristaldi que le exigía muchas películas por año y pocos dividendos.
Trabajó con los grandes directores italianos de su época, Visconti, Fellini, Monicelli, Leone, Marco Ferreri, Mauro Bolognini, MArco Bellocchio, Valerio Zurlini, Antonio Pietrangeli, Luigi Comencini; en Francia con estrellas como Alain Delon, Jean-Paul Belmondo, bajo la dirección de Henri Vernuil, Abel Gance, José Giovanni; se sumó a La tienda roja (1969), de Mikhail Kalatozov, ganador de la Palma de Oro en Cannes con Pasaron las grullas y artífice de la ebullición del cine soviético; integró a elencos internacionales como los de Talla de valientes (1966) bajo la dirección de Mark Robson, o Jesús de Nazareth (1977), de Franco Zefirelli; y en su última etapa protagonizó Gabo y la sombra (2011) del portugués Manoel de Oliveira y Effie Gray (2014), con guion de Emma Thompson.
“Las actrices hermosas van y vienen”, dijo Joshua Siegel, curador del MoMA, en el homenaje realizado a comienzos del 2023. “Pero por lo general no perduran durante un período de 60 o 65 años”. Cardinale no pudo viajar a Nueva York entonces, porque los viajes la cansaban demasiado y necesitaba un bastón para desplazarse, pero sí asistió a la proyección en Roma de La ragazza di Bube (1963) de Luigi Comencini, película que le valió el primer Nastro d’Argento, prestigioso premio italiano a la interpretación. En las entrevistas de esa jornada reflexionó distendida y entre carcajadas sobre su condición de mito erótico y resaltó que siempre rechazó a los seductores que la perseguían. Su matrimonio con Cristaldi, signado por los controles del productor y la supervisión estricta de su trabajo, terminó en un escándalo mediático cuando la actriz conoció al director Pasquale Squitieri en el set de Los guapos y comenzaron un apasionado romance que llegó a los titulares y dio como fruto a su segunda hija.
Dolor íntimoEl primer hijo de Cardinale fue el epicentro de uno de los hechos más dolorosos de su vida. Cuando llegó a Roma, luego de su fulgurante aparición en Venecia, estaba acompañada de Patrick, su pequeño hijo, fruto de una violación. La historia fue ocultada por la industria italiana para no marchar el brillo virginal de su nueva estrella. Así, Patrick se convirtió primero en su hermano menor y luego en su hijo adoptivo tras ser adoptado por Cristaldi bajo la santidad del matrimonio. La verdad finalmente salió a la luz en una larga entrevista con Il Corrieri della Sera. Por entonces, la relación con Cristaldi se había desintegrado productor del maltrato constante del productor. “Con él era prácticamente una empleada, una subordinada a la que le pagaba al mes las cuatro películas que hacía al año”, reveló al diario italiano. “Ni siquiera lo llamaba por su nombre sino por su apellido”. Se casaron en Las Vegas en 1966 y se divorciaron en 1974, tras el encuentro con Squitieri, quien fue el amor de su vida.
Cardinale y Squitieri revolucionaron con su romance la prensa italiana, y ambos padecieron cierto repudio en el seno de la industria debido a la importante influencia que tenía Cristaldi en los negocios de Cinecittà. Después de Los guapos llegaron otras ocho películas juntos, entre las que se encuentran Corleone (1978) y Carletta (1984) -sin estreno en la Argentina-, ejemplares de una tradición del cine político italiano que combinaba la estética del poliziesco con la denuncia de los acuerdos de la Mafia y el poder político de entonces. La pareja nunca se casó, convivieron largo tiempo, compartieron la crianza de su hija, y siguieron siendo amigos hasta la muerte del director en 2017. Ella ya vivía en París mientras que él permaneció en Roma. Esa etapa de la carrera de Cardinale, sobre todo a partir de los años 80, supuso una clara madurez para su actuación, algo que Squitieri supo captar con inteligencia en sus últimas películas, como en Ato di dolore (1990), donde Cardinale interpreta a la madre de un joven adicto a las drogas.
Su alianza con el western también fue fructífera, desde Los profesionales (1966) de Richard Brooks junto a Burt Lancaster y Lee Marvin, con la marca más alta del clásico de Leone, Érase una vez en el Oeste, hasta llegar a la curiosa experiencia de Las petroleras (1971), filmada en España y coprotagonizada junto a Brigitte Bardot, un ejercicio en clave satírica del rol de la mujer en el cine de frontera. Cardinale siempre asumió riesgos a la hora de elegir sus papeles, nunca temió a sumergirse en historias complejas y bajo las órdenes de directores exigentes. Lo hizo con Marco Ferreri, el artífice de la exuberante La gran comilona en La audiencia (1971), una crítica feroz al rol de la Iglesia en la cultura italiana, y volvió a atreverse a una aventura extraordinaria con Fitzcarraldo, del alemán Werner Herzog y, en un rodaje temerario, asediado por la selva y las locuras de Klaus Kinski. “Fue la aventura de mi vida”, dijo en una entrevista sobre el personaje de Molly, la amante de un hombre obsesionado con llevar la ópera al corazón de la selva.
En el último tiempo, la actriz había regresado a la tierra de su infancia. Hija de inmigrantes sicilianos establecidos en la capital de Túnez, la ciudad la homenajeó con el bautismo de una calle en su nombre, ubicada en la región portuaria de La Goulette. Hacía unos años había filmado allí Un verano en La Goulette (1997), sobre el despertar amoroso de un grupo de amigos en las vísperas de la Guerra de los Seis Días, donde hacía de ella misma, y en una de sus últimas películas, The Island of Forgiveness (2022), de Ridha Behi, evocó la historia de un escritor tunecino de ascendencia italiana en un claro guiño autobiográfico. De alguna manera, los regresos poblaron sus últimas apariciones en pantalla: a la España que revolucionó primero en Almería con Érase una vez en el Oeste y luego en Burgos y Madrid con Las petroleras, volvió bajo las órdenes de Fernando Trueba en El artista y la modelo (2012), sobre un escultor que inspira su obra en una modelo escapada de un campo de refugiados en 1943; y a la Venecia que deslumbró en 1957 en Niente di serio (2018), de Laszlo Barbo, sobre dos mujeres que se escapan de una casa de retiro para vivir una aventura en la ciudad de los canales.
“Era como un juego”En Claudia Cardinale: La indomable, un libro publicado por Cinecittà y la editorial Electa para coincidir con el homenaje del MoMA en 2023, el autor y crítico Masolino D’Amico recuerda haber estado en esa Venecia de fines de los 50 y haber visto a Cardinale por primera vez, con una bikini verde esmeralda y posando para los paparazzi. “Parecía pensar que esa pequeña lluvia de clics de la cámara era como un juego”, escribe Masolino. Ese juego adquirió denominación cuando Fellini acuñó el término paparazzo en La dolce vita, pensando justamente en celebridades como Claudia Cardinale, capaces de alterar el mundo con su sola presencia. Luego él mismo cristalizó esa idea en la presentación de la actriz en Ocho y Medio: etérea, suspendida en el aire, una promesa de futuro eterno. Con esa imagen despidió los últimos estertores del realismo duro de la posguerra y encarnó la venidera prosperidad del milagro económico, dotado de glamour y sensualidad. Y esa inspiración le valió la amistad de Federico Fellini, cuyos métodos se oponían a su otro compinche y confidente, Luchino Visconti. “Con Visconti, era como el teatro, con Fellini, todo lo contrario, prácticamente sin guion”, reflexionaba sobre el contrapunto que transitó en 1963, año en el que iba y venía entre el rodaje con Fellini en Roma y con Visconti en Sicilia. “Con Visconti, no se podía hablar en el set. Con Federico, todo el mundo gritaba, hablaba por teléfono, había un bullicio como en el circo. Sólo así podía ser creativo. Si había silencio, no podía crear”.
También hizo amigos en Hollywood: Rock Hudson, con quien protagonizó Misión secreta (1962) y Contigo pan y caviar (1968); Paul Newman, quien le prestó su casa cuando ella estuvo en Los Ángeles; y Steve McQueen, a quien veía siempre en Roma cuando iba a probar los últimos automóviles de la casa Ferrari. Le inventaron romances con Jean-Paul Belmondo, con Warren Beatty, y hasta con Jacques Chirac, pero ella nunca se dejó intimidar por el asedio de la prensa o las declaraciones de algunos seductores despechados. “Cuando un hombre te mira y no lo mirás, siempre insiste. Si decís que sí inmediatamente, ya no está interesado. Así que cuanto más decía que no, más insistían”, recordaba en una entrevista con The Guardian a propósito de una visita a Londres durante el Festival de Cine Turco en 2011. Entonces estrenaba Sinyora Enrica ile Italyan Olmak (2010), de Ali Ilhan, donde interpreta a una casera italiana algo resentida con los hombres que introduce a un estudiante turco inexperto a las verdades sobre la vida y el idioma. “Era una bomba de joven. ¡Mis pechos eran mejores que los de Claudia Cardinale!”, dice su personaje entre risas.
Claudia Cardinale vivió todas las vidas posibles. Los mejores años del cine italiano llevan la impronta de su belleza y su talento, la audacia que siempre marcó a sus personajes, el riesgo de las apuestas artísticas más radicales que asumió siendo una estrella, la vitalidad para mantenerse activa hasta el final. Fue una de las últimas sobrevivientes de aquella gloria, como le decía Alain Delon entre lágrimas cuando asistieron a la proyección de El gatopardo, en la versión restaurada por Martin Scorsese, durante el Festival de Cannes. “Somos los únicos que quedamos vivos. Todos los demás están muertos”. Ahora ella se une a esa legión de grandes nombres que atesoran en el más allá los recuerdos de aquel cine que siempre seguiremos viendo. Aquellas películas que nos sumergen en un sueño, nos recuerdan el pasado y nos permiten entender el presente. Como ella misma lo aseguraba: “Cuando era joven, quería ir a todas partes y ser todos, y con este trabajo lo he logrado. Lo interesante para una actriz no es hacer lo que quiere, sino ser otra persona. Era rubia, era morena, era una princesa, era una prostituta. Era todo. Nunca sos la misma frente a la cámara. Podés vivir muchas vidas en lugar de una. En eso he tenido suerte”.